Cultura | *(marca tv4)
Mi abuela fue un espíritu libre que contaba chistes y se recorría el mundo. Uno de sus primeros viajes lo hizo a Corralejo –cuna de nacimiento de Miguel Hidalgo–, en Pénjamo. Allí comen “tunas viejas”; y las mujeres, a través de la cocina, revolucionan todo cuanto las rodea. Ay, abue: de buenas que me dejaste tu diario en donde recopilaste las recetas, historias, sabores y colores de tus viajes. En él guardaste el sabor de mi tierra.
En una parte de su diario, mi abue cuenta cómo era vivir donde nació: allá por Xichú, en la Sierra Gorda. Ella siempre visitaba a sus abuelos, quienes vivían al pie de una cascada desde hace cientos de años. Con ellos aprendió los usos de la raíz del chilcuague y le enseñaron a preparar una rica salsa con este ingrediente. La gente de allá sigue preparando con amor estas recetas; y yo… también.
Mi abue nació para la cocina, tenía sangre hñähñú-otomí y dejó su hogar cuando se fue a la capital a estudiar para ser maestra –pues la educación era su otra vocación-. Antes de recibirse, viajó a la mágica Tierra Blanca: donde está la montaña sagrada; y el desierto y el bosque son hermanos. Allí conoció a una mujer que le mostró cómo se cocinan las flores de sábila, le reveló antiguos secretos de su pueblo y la guió a enorgullecerse de sus orígenes; como amorosamente lo hacen los habitantes del lugar, hoy en día.
Mi abue escribió que al recibirse de maestra, consiguió su primer trabajo en Mineral de Pozos, allá en San Luis de la Paz. En ese pueblo galopan los espíritus chichimecas, y conviven vivos y muertos. Ella se hizo muy amiga de dos hermanos que tenían una fonda; quienes le reafirmaron el valor de la educación, el amor a la tradición y le enseñaron a hacer las mejores quesadillas de flor de calabaza de la región.
Yo visité Comonfort después de haber leído el diario de mi abuela, en una época de muchas dudas en mi vida. Allí fue donde ella habló con las ánimas por primera vez. Éstas le revelaron antiguos secretos y enseñanzas; le enseñaron a preparar la antigua tortilla ceremonial… y a defender con amor sus raíces y su tradición. “Honra con verdad, quien eres… quiénes somos”.
Cuando mi abue terminó su ciclo en Mineral de Pozos, emprendió nuevo camino. Llegó a San Felipe, tierra de haciendas donde alguna vez habitaron los chichimecas y donde las ánimas le impusieron una dura prueba: sobrevivir en el desierto. El viento le susurró mensajes de vida; y la guió a conocer a Rosario, quien la rescató del hambre, le enseñó a preparar caldo de rata y la inició en los secretos del mezcal.
Un año después de su aventura en San Felipe, mi abuela llegó a Ocampo –región donde se funden lo ibérico y lo prehispánico. Allí continuó su labor magisterial en las comunidades afincadas en los cascos de las antiguas haciendas. Un amable hacendado español le enseñó a hacer jamón serrano; y con las fuertes mujeres del campo conoció el caldo de xoconostle. Además, la luna y las ánimas le revelaron el rostro del amor de su vida: mi abuelo.
Mi abuela conoció a mi abuelo en las montañas. Un año después las ánimas bailaron, cuando se reencontraron debajo de los floridos balcones de San Miguel de Allende. Fue uno de los viajes más dulces de sus vidas. Probaron los postres franceses de Pascal, un chico con un don muy especial, gran amigo de mi abuelo. Y, en la fiesta del Señor de la Columna –en el místico Atotonilco– hicieron amistad con las hermanas Leopolda y Marcela: la primera, mujer sabia que les compartió los secretos ancestrales de la comida del rancho; la segunda, revolucionaria y guerrera, que le enseñó a mi abue a preparar los famosos taquitos de piloncillo.
Mi abuela y mi abuelo vivieron un tiempo en León. Allí nació mi querida madre, y mi abuela echó sus cepas en esa tierra, a veces seca, a veces verde. Compleja mezcla hoy de cristal, modernidad y concreto, todavía se siente el aroma de la añoranza, que huele a pan caliente. Ciudad de salsas y picores; de trabajo incansable y complicadas identidades entremezcladas, en sus calles el pasado tropieza con el presente pero a la vez se da la mano con él. Debajo de su prisa industrial, sigue viva la esencia de los barrios que le dieron origen y cimientos. Allí, los obreros le enseñaron a mi abue a preparar bombas y guacamayas. En León, de pronto puede resultar complejo escuchar a las ánimas; pero allí siguen ellas, deslizándose entre sus luces y sus ruidos.
Mi abue todavía estaba soltera, cuando terminó su labor en las haciendas de Ocampo. Entonces, se mudó a vivir a Guanajuato. Allí, se hizo amiga de Kai, un japonés de recta disciplina y sabiduría milenaria, que llegó a la ciudad después de explorar los mares del mundo por trescientos días; y de Doña Martina, quien tenía cien años de difunta. Y que -aún con cien años de difunta- seguía bajando de los altozanos a vender nopalitos y xoconostles. Doña Martina le enseñó a mi abue cómo preparar tacos paseados, así como los secretos de fogón en los pueblos mineros. Y ambos personajes sembraron en ella lotos, cerezos, maíces, poemas de arroz, atardeceres y bellas reflexiones.
¿Qué es una despedida, abue? Para algunas es incertidumbre. Para otros es dolor. Para ti fue libertad. Por la mañana, llegué a Victoria, terruño de huapangos. En la mañana subí a la Sierra, volví a mis queridas montañas que llevo guardadas en el alma. Estoy de visita en tu casa, donde naciste y en la que mi querida mamá quiso que yo también llegara al mundo. Igual que tú, entre fogones y cariños. Aquí conociste a mi abuelo. Aquí visionaste tu vida. Y aquí te despediste de nosotros. Abuelita, hoy tomé tu molcajete y preparé salsa de nuez. He platicado mucho de ti en los últimos meses. Aquí estoy, escuchando a las ánimas, escuchándote a ti, y escuchándome a mí… en nuestra casa.
Decía mi abue que antes de partir de esta existencia, uno siempre ve toda su vida como si fuera una película. O a veces, ésta se recuerda en pasajes, como en un libro. Días antes de despedirse de nosotros, ella evocó sus tiempos de juventud, cuando empezó a redactar recetas en este libro que ahora me acompaña.
Mi abue rememoró sus primeros viajes, su infancia, los años de estudio y los de trabajo; los momentos buenos y aquellos de conflicto. También todo el trabajo que le costó vivir en la capital; y su labor como maestra normalista. También revivió cómo llegó mi abuelo a su vida y el camino que empezaron juntos. Antes de que se fuera, se manifestaron en la casa los espíritus de cocineras y cocineros que marcaron su camino. Yo creo que uno no elige a la cocina; la cocina y las ánimas, lo eligen a uno.